HUMAN NATURE

Saturday, June 17, 2006

Oh father

Iba caminando y una promotora de una casa comercial me entregó un flyer tentándome a comprarle un regalo a mi padre para celebrar su día. Eso me hizo recordar las muchas tarjetas y manualidades que tuve que hacer en el colegio y que terminaba regalándole a mi Tata, a alguno de mis tíos o simplemente botando a la basura, porque de mi papá nada. Mientras la mayoría de mis compañeros escribía en aquellos regalos “eres el mejor papá del mundo” yo, a los 8 años ya pensaba en dedicarle un “gracias por nada”, mientras mi mamá se hacía la lesa a la hora de las preguntas y la tarjeta terminaba con una palabra: felicidades.
La última vez que hablé con él fue en 1990, cuando hice la primera comunión. Al egresar del colegio pasé por una época en la que cuando me preguntaban por él resumía con “está muerto” una historia llena de detalles escabrosos y que puede sonar a pobrecita, su papá no la pesca. Para qué contar toda la historia, no hace falta.
Esto me hizo pensar en el perdón, en que uno es capaz de perdonar cuando entiende las cosas. Mi no-relación con él está basada en la ausencia de perdón. No sé si llamarlo rencor, pero las carencias existen y me han marcado, sería tonto negarlo. No sé lo que es tener papá (ya no lo supe), porque ellos se separaron cuando tenía un año y medio. Cero relación hasta que entré a primero básico y comencé a buscar la figura paterna haciendo preguntas. Mi mamá revolvió todo durante varios días hasta que encontró nuestra única foto familiar: mi bautizo. Nada más. Agendó un encuentro con él que esperé tanto como al viejito pascuero para navidad. Me espanté cuando me abrazó y se puso a llorar. No resultó. Él aparecía cada cierto tiempo prometiendo muchas cosas y de repente se iba. Así estuvimos durante varios años, hasta que hice la primera comunión.
Aprendí a vivir sin él porque nunca lo tuve, no estuvo cuando lo necesité y siempre ha sentido temor a acercarse a mi porque es incapaz de escuchar lo que tengo que decir. El juraba que iba a tocar el timbre de mi casa y yo iba a salir corriendo a abrazarlo. Ingenuo el hombre y cobarde.
Nuestros encuentros se remiten a velorios y funerales relacionados con su familia, con la que tampoco tengo relación. Murió su mamá, un tío y después su papá. Eventos a los que asistí como cualquier vecino, conocido. Él me ve entrar y sale de la habitación. Ni siquiera me saluda. Eso me duele, para qué negarlo, pero qué le voy a hacer. Nunca fui partidaria de andar llorando mi carencia por la vida. Al contrario, he tratado de sobrellevarlo con la filosofía de para qué llorar por algo que no tuve si ya crecí y no estuvo. Qué tanto. Hay cosas peores. Una de mis mejores amigas me dijo, “Tómalo por el lado amable, ahora solo te queda el velorio de tu viejo”. Siempre pienso en qué pasará cuando me avisen que murió de verdad. Nada. Mi vida continuará igual. Mi mamá me dirá que debo ir, que es mi papá y bla, bla, bla, que debo acompañarlo, pero para mi será una obligación desagradable hacer acto de presencia como una espectadora más. Ahí cerraré este capítulo inconcluso, espero.